Dos sánduches y una rosa
- Manuela Pinto Corral
- 21 mar 2017
- 3 Min. de lectura
Son las nueve de la noche en La Foch (Quito), llueve a cántaros, hay un tráfico de mierda, todo el mundo busca un refugio en algún local de comida, bar, o discoteca; y nosotros, somos unos más buscando el mismo refugio.
Estamos en el Tropi Burger, esperando que le entreguen un sánduche al Elvis -un pana-, cuando se acerca un niño a venderme una rosa, al principio le decimos que no gracias, pero el niño insiste. Yo no necesito una rosa, en cambio, si es que le doy el dólar así, sin recibir “el producto”, él puede vender más, aunque sea una rosa más.
Le hago la conversa: se llama Steven, tiene doce años. Me dice que mejor me quede con el dólar y que le compre algo para comer para el hermano, que está vendiendo caramelos en plena plaza. Se me achicó el corazón. Lógicamente accedí a comprarle algo de comer a él y al hermano. Cuando estaba pagando, el Gary -que también estaba en el Tropi- le dijo que le regale esa rosa que yo “compré” a alguien, a una chica que le parezca bonita, el Steven le regaló la rosa a la cajera, y ella, feliz.
Mientras esperábamos la orden empecé con el interrogatorio: el hermano tiene seis años, la mamá de ellos también trabaja vendiendo rosas, por ahí. Son seis hermanos. Para volver a la casa deben “alcanzar a coger” la ecovía, viven en el sur, esto quiere decir que trabajan hasta las nueve, nueve y media. Estudia en una escuela en las tardes, de grande quiere ser policía. No quiere casarse, dice que eso es feo.
El Gary le dice que él es músico, y que da clases a niños de su edad, al Steven no le llama la atención en lo más mínimo -lo que es raro, porque generalmente a los niños les gusta la música.- Le dije que el Gary le puede enseñar a tocar algún instrumento, pero el Steven sólo se ríe.
A todo esto, se equivocaron con nuestra orden y se demoraron más de lo normal, entonces tuvimos tiempo para hacerle todas las preguntas que queríamos, pero claro: no es fácil.
El Steven no nos miraba a los ojos, sólo de rato en rato, no sabía porqué no le gustaba la música, no sabía bien porqué no quería nunca casarse (así de decidido estaba), ni porqué quería ser policía. Sólo vi inseguridad, y ganas de coger su comida e irse a buscar a su hermano, le pedí que me dé un abrazo -por lo menos- y se fue feliz, supongo.
Me quedé pensando, el Gary me dijo que con el dólar hubiera bastado, pero que fue un lindo gesto. Es que no es justo, no es justo que yo sí me pueda comprar una hamburguesa y él no. No es justo que yo me vaya de fiesta y él se vaya a seguir trabajando. No es justo que él y su hermano estén trabajando en La Foch a esas horas, deberían estar en una cama, dormidos. No es justo, nada de lo que pasa en el mundo es justo, ni para unos, ni para otros.
Me quedé golpeada después de eso. La vida nos pone en situaciones cuando sabe que debe hacerlo. Dos días antes de este encuentro, estaba debatiéndome sobre el guión que estoy escribiendo, el detonante es, justamente, un niño que vende caramelos en una parada de bus, y Reynaldo -el protagonista, que es una mitad mía- de veintidós años, se siente conmocionado por eso. Mi profesora, la Pauli, me ha repetido bastantes veces que cómo podía ser ese el detonante: ¿El Reynaldo tiene veintidós años y nunca en su vida ha visto un niño vendiendo caramelos? No sabía qué responder, a lo mejor era ilógico.
El Steven me hizo dar cuenta de que no, no se trata de qué edad tengo, o de si antes había visto o no un niño vendiendo rosas. Se trata de la realidad en la que estamos y en cómo la manejamos. Claro que he visto niños trabajando cuando no deberían hacerlo, somos un país tercermundista, pero pararse y hablar con él, con ellos, saber que les puedes ayudar de alguna manera, es diferente. Entonces sí, ahora me hace sentido. Claro que Reynaldo se queda golpeado después de ese encuentro -a lo mejor debo detallar más la escena-, claro que Reynaldo quiere huir después de eso, y, ¿huir a dónde? sería la pregunta, si en todo lado vamos a encontrarnos con situaciones así. Yo no sé, él no lo sabe, Luis Alberto (su consciencia) tampoco sabe, pero evidentemente este niño le causó algo. Me causó algo, no puedo dejar de pensar en él, en sus rosas, en su recorrido diario nocturno en la ecovía, en sus seis hermanos, y es ahora, cuando más quisiera huir de esta realidad absurda en la que estamos.
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