Relato de una aventura en la selva - Día 1
*Serie de relatos dividido en días. Poco a poco iré publicando un día diferente.
Día 1
Creo que la última entrada que hice en mi blog fue el de “Crónicas de una persona desaventurada", en el que básicamente hablo sobre cómo antes era una persona full aventurera y por cuestiones de la vida: responsabilidades, tiempo, comodidad, etc, etc, etc; dejé de serlo.
De repente, y porque la vida es así de linda y justa, me embarqué en una de las aventuras más grandes que he tenido en mi vida. Entonces este relato va a empezar por donde decida empezar porque creo que no tiene un inicio y tampoco un final. Ni un orden cronológico, ni tiempo, ni espacio. Va a ser algo como un desfogue de todo lo que ha pasado por mi cabeza en estos días.
Mi prima Paz tiene una marca llamada Malhuia, se dedica a hacer cosas para el diseño de casas, quiere empezar a trabajar con mujeres de comunidades indígenas que borden cuadros, así ayuda al desarrollo económico de las comunidades y también les da un valor más grande a lo que estas personas hacen. Entonces entro yo: quiere que cuando vaya a una comunidad, yo vaya a tomar fotos. Le digo que de una y que me cuente bien todo. Le pusieron en contacto con el Presidente de la CONAIE, Jaime Vargas, y él accede a llevarnos a su comunidad. Una comunidad Achuar en Pastaza, en la selva. Emocionada, y porque justo andaba necesitando una escapada de mi realidad, le digo que encantada me voy, no necesito saber más. Y en efecto, eso fue todo lo que supe.
Empezó la aventura. El jueves 17 de enero cogemos un bus que sale hacia el Puyo a las 20:15 en la terminal de Carcelén. Llegamos al Puyo a la 1:30 de la mañana y le empezamos a llamar al Jaime. No contesta, insistimos y nada. ¿Y ahora? De ley ya nos contesta, nos decimos. Dan las dos de la mañana y nada, dos y media, tres de la mañana. No sabemos que hacer porque en el Puyo no hay nada abierto a esa hora más que los secos de pollo y de chivo para choferes al frente de la terminal. Le digo a la Paz que le llame a la mamá, a mi tía Carmen, a pedir un sano consejo: ¿nos quedamos o volvemos a Quito? Dice que no le va a llamar porque se va a enojar. A todo esto hay que agregar que nuestras mamás no querían que nos vayamos a esta aventura porque según ellas, era peligroso. Mi abuelo Payán se paró de cabeza cuando le conté sobre el paseo que nos íbamos a mandar -más adelante empieza el relato sobre eso-, pero testarudamente le dije que me iba porque me iba. En fin, decido llamarle a mi ñaño, que es aventurero pero que no me daría un mal consejo nunca y me dice que nos regresemos no más, que no vale que nos quedemos las dos ahí botadas en la terminal esperando y que ya nada. Decidimos esperar hasta las cuatro de la mañana. No compramos los pasajes y nos tocó esperar al bus de regreso para las cuatro y media. El rato que estábamos decididas a comprar nos llama el Jaime, nos dice que se quedó dormido y que en veinte minutos está en la terminal recogiéndonos. Salimos a un puestito que había ahí a que la Paz compre un tabaco mientras le esperábamos al Jaime y el señor que atendía nos empieza a hacer la conversa. Le contamos sobre porqué estamos ahí y nos cuenta que por allá por donde nos vamos no hay nada: ni luz, ni agua, ni baños. Allá no se parece en nada a esto, nos dice. Medio como burlándose de que no sabíamos a dónde íbamos (cosa que era cierta, pero sí sabíamos que no era como el Puyo). Cuando el Jaime llegó sentí una especie de alivio pero también de miedo. ¿Qué pasaba si, en efecto, era peligroso? Sólo me dije: que pase lo que tenga que pasar.
Cinco de la mañana y el Jaime nos recoge de la terminal. Pasamos a recogerle al Pusanga, un Indígena Quechua de Sucumbíos que también trabaja en la CONAIE con el Jaime. Empieza la travesía hacia Copataza. Tres horas en carro, yo fui dormida todo ese viaje. Paró el carro y era de día, ocho de la mañana. Teníamos que cruzar un río, bajo, pero que el carro no pasaba porque no era 4x4. Teníamos que cruzar a pie. Como soy un poco despistada, me olvidé de llevar botas de caucho, entonces lo que hicimos fue lo siguiente: El Pusanga cruzó en calzoncillo con nuestras maletas emplasticadas y de paso le ayudó a cruzar a la Paz. Ella le mandó sus botas al Pusanga de regreso para que yo pueda cruzar con sus botas. Crucé de la mano del Jaime. Una vez del otro lado del río, la Paz me dijo algo importante: en la cruzada del río se nos quedaron todas la malas vibras, fue como una especie de limpia. Es verdad, las dos estábamos entre dormidas por la amanecida y un poco malgenias por la espera que nos mandamos en la terminal, pero cuando cruzamos el río nos olvidamos de todo eso. En verdad fue liberador.

Yo a punto de cruzar el Río a pie. Foto tomada por la Paz.
Copataza - Pastaza, Ecuador
2019
Empezamos a caminar en medio de un camino empedrado con las maletas y encargos que el Jaime llevaba para su familia en la comunidad: arroz, bolsas de caramelo, etc. Caminábamos en medio de una naturaleza tan pura y viva que se podía escuchar cómo sonaban todos los animales que viven ahí adentro. El Jamie nos dijo que hasta el puerto donde teníamos que coger la lancha era una hora caminando, lo cual, obviamente, fue mentira. Íbamos ya una hora de caminata y no había ni señales del dichoso Puerto. Pasó un hombre en una moto, le pedimos que nos lleve y accedió. Uno por uno. Primero el Pusanga con todas las cosas que pudo cargar en la moto con él. El man de la moto se demoró en volver si quiera unos veinticinco minutos, lo cual nos indicó que todavía nos faltaba largo si seguíamos a pie. Mientras seguíamos caminando el Jaime nos iba enseñando cosas de la naturaleza: una flor que se puede usar como shampooh, nombres de los pajaritos que volaban por ahí, etc. Segunda embarcada, se va la Paz con el man de la moto. El Jaime y yo seguíamos caminando, quince minutos después y el de la moto nada que volvía. Pasamos cerca de la casa de unas personas que vivían ahí y el Jaime me pregunta ¿te gusta la chicha? Nunca he probado, le respondo. Vamos, te va a gustar. Entramos, saludamos con la gente de esa casa y nos brindan chicha en un coco abierto. Pruebo, no me gusta pero digo que sí, que está rica. Le paso la chicha al Jaime mientras todos hablaban en Achuar y yo no entendía nada. Me molestó un poco que el Jaime no me traduzca lo que decían o que los demás no hablen en español para poder entender, me sentí como la verídica gringuita. La señora de la casa me pasa un medio coco repleto de chicha sólo para mi. Agradezco y tomo pequeños bocados. Escucho a lo lejos que venía la moto, pero el Jaime la ignora y sigue tomando la chicha. La moto, le digo. El Jaime le silva pero es inútil, el de la moto no escucha y se va. Me como mierda porque ya quiero llegar al puerto con el Pusanga y la Paz. Unos diez minutos después vuelve el de la moto y entra a la casa donde nosotros estábamos. Nos pita. Le regreso a ver al Jaime y le digo que no me avanzo toda la chicha. Bueno, dile no más a la señora que gracias. Me da vergüenza pero lo hago. Muchas gracias, estuvo riquísima pero ya nos tenemos que ir. Me sonríe. Nos despedimos del resto de la familia y el último señor del que me despido me pregunta ¿cómo se dice hasta luego en su idioma? Hasta luego, le respondo, soy de Quito. Aaaah, ¿de Quito es? El resto de la familia se ríe. Sí, soy de Quito, sólo que estoy rubia. Se sonríe y me dice hasta luego. Me subo en la moto y el chofer me va haciendo la conversa. Llegamos al puerto y me reencuentro con mis otros dos compañeros de viaje.

El Pusanga en el puerto.
Copataza - Pastaza, Ecuador.
2019
Poco tiempo después llega el Jaime en la moto. Nos embarcamos en la lancha. Una hora y media de ida por el Río Pastaza hasta la comunidad. Yo le tengo un miedo irracional a los barcos, cualquier tipo de barcos: no importa el tamaño, ni el color, ni dónde, ni cómo, ni cuándo. Iba un poco tranquila porque el día estaba lindo y todos iban riéndose y yo quería, de verdad quería tomar fotos, pero me daba pánico hasta pestañear. Decidí relajarme y disfrutar el viaje. Nos iban contando que el Río Pastaza es súper bravo, que mucha gente se ha muerto ahí. Para ser sinceros nunca en mi vida me imaginé que iba a estar navegando por ese Río. Mi tesis habla -entre otras cosas- del conjunto en el que crecí. Ese conjunto está en la calle Río Pastaza, en Los Chillos. Nunca me puse a pensar en ese Río ni si quiera. Trece años después de haber dejado ese lugar, estaba navegando por el mismísimo Río Pastaza. Las vueltas que da la vida. En fin, miles de pensamientos se me cruzaban por la cabeza a la par que no podía terminar de entender lo gigante que es el Río. Nunca había estado en un Río tan grande, parecía un mar café. Una hora y media después llegamos a tierra. Ahí nos esperaba la mamá del Jaime. Habían unos pequeños troncos para que nos sentemos y habían puesto la comida sobre hojas de banano para que no se ensucie. Habían cacahuates, huevos duros, maduros y chicha. Comimos muertos del hambre. Debió haber sido como las 10:30 u 11:00 de la mañana. A mi se me hacía raro que la comunidad sea ahí porque de verdad no había nada. Después de comer, evidentemente el Jaime nos dijo que ahora debíamos caminar hacia la comunidad. De una, pensamos con la Paz, pero no teníamos idea todo lo que nos esperaba. Nos adelantamos por el camino que estaba marcado en medio de todo el lodo y empezó a llover. Mi mochila chiquita iba protegida con una funda de plástico, pero la maleta grande donde estaba la ropa y el sleeping, no. Igual pensamos que no era lejos así que no nos preocupamos tanto. Caminábamos la Paz y yo mientras escuchábamos a la naturaleza respirar: bichos, animales, la lluvia, los pasos que dábamos, todo parecía alguna especie de canción amazónica. Llegamos a un punto en el que debíamos cruzar por medio de dos maderas delgaditas, pero como llovía y todo estaba resbaloso nos dio miedo. La Paz cruzó primero y luego me dio la mano para cruzar. Cabe recalcar que yo no tenía botas, solo mis zapatos deportivos. Cada paso que dábamos se hundía el pie en lodo, mi mayor miedo era pisar alguna serpiente, cosa que no pasó nunca. Después de unos quince minutos nos alcanzaron la mamá del Jaime, el Jaime y el Pusanga. Se nos burbalaban. El Jaime me dijo que todavía faltaban unos tres puentecitos más como los que acabábamos de cruzar y un río de unos quince metros. Con la lluvia encima y las maletas estilando no quise creerle sobre el río. Seguimos caminando y caminando y caminando, cruzábamos y cruzábamos puentes. Empecé a pensar que no existía la dichosa comunidad porque habíamos caminado unos cuarenta minutos selva adentro y todavía no llegábamos a ningún lado. La lluvia era cada vez más intensa. Llegamos al río que me había dicho el Jaime, al cual yo había decidido bloquear de mi mente. No podía creer, no sabía cómo íbamos a cruzar. Le vi metido al Jaime en el río y sólo me atormentaba con que qué le iba a pasar a mi cámara, porque mojadas ya estábamos, ese no era el problema. El río se movía duro por la lluvia. El Jaime trajo una pequeña canoa de madera que había ahí. Súbete pero no te muevas nada, ni si quiera respires, me dice. Me subí y la canoa empezó a tambalear, sólo podía pensar que a cualquier rato se iba a virar. No se viró pero estuvo a punto, muchas veces. Me bajé, toqué tierra -o lodo- de nuevo y empecé a caminar. La Paz y el Pusanga seguían del otro lado. Cada paso que daba era cada vez más hondo el lodo. Caminaba y caminaba y todavía no veía ninguna comunidad. Con la lluvia todo se vuelve más espeso y pesado. De repente vi las casitas. Llegué corriendo y me metí a la primera casa que pude, que resultó ser la especie de casa comunal de esa parte de la comunidad. Me metí ahí, revisé la cámara, estaba seca. Le vi a la Paz viniendo a lo lejos. Corrió. Llegó, nos quedamos viendo y le dije: hijueputa, nunca he sentido tanta adrenalina como en esa canoa. Nos reímos. Salimos a la lluvia descalzas a lavarnos el lodo. Bailamos abajo de la lluvia de la felicidad de haber llegado. Entramos a la casita y sacamos todas nuestras cosas para que se sequen. Poco tiempo después llegaron el Jaime y el Pusanga.

La canoa y el río en calma.
Copataza - Pastaza, Ecuador.
2019
Nos dijeron que nos alistemos para ir a la Comunidad. ¿A la Comunidad? ¿No será aquí? No, aquí vivimos con mi mami y mi hermana, a la Comunidad se debe caminar, cámbiense y volvemos. Nos cambiamos de medias, de pantalón, de camiseta, de calzón, absolutamente de todo cuando llegó el Jaime de nuevo, me quedó viendo las sandalias y me pregunta ¿así te vas a ir? Ouch. Sí, así me voy, ¿por? Te vas a morir, con sandalias no te puedes ir, me dice. La mamá del Jaime me prestó unas botas de caucho. No entendimos muy bien, pero empezamos a caminar a la Comunidad. Caminando, caminando, caminando vimos un Ceibo gigantesco, el Jaime nos contó que el papá de él -que murió hace dos años- se subía borracho al árbol a veces. Caminamos y caminamos y caminamos, selva adentro. Jaime, ¿cuánto falta para llegar? Ya mismo, me respondía. Cuarenta minutos después vimos la luz: llegamos a la comunidad. Las personas estaban jugando fútbol, niños, niñas, chicos, chicas, hombres y mujeres. Nos sentamos en las canchas de volley donde había techo, saludamos con toda la gente que estaba ahí, todos nos quedaban viendo. Las mujeres empezaron a darnos chicha, ese día habré tomado unos dos cocos rellenos de chicha, hasta sentí que me empezaba a gustar. Fuimos a dar una vuelta por el lugar con la Paz a la par que estábamos en los ojos de todas las personas que estaban ahí. Poco tiempo después apareció una alemana que tiene una Fundación que trabaja con comunidades indígenas en Latinoamérica. Saludamos, ella habla achuar y entiende también. Nos enseñó sus aretes hechos de plumas de pájaro que le regalaron ahí. Dieron las cinco y media de la tarde y el Jaime nos preguntó si nos queríamos adelantar a la casa porque él se quedaba jugando volley. Su hermana justo iba a volver y volvimos con ella. Hubo un atardecer hermoso, la luz dorada de la tarde fue perfecta. El regreso a la casa por ese sendero me pareció más corto de regreso, a la Paz no. El cansancio era tan grande, con la amanecida y toda la travesía que sentía que se me iban a caer los pies y los párpados del sueño. En el camino de regreso la hermana del Jaime nos fue contando algunas cosas: tiene quince años, está en cuarto de básica. Tienen clases sólo los viernes en la comunidad. ¿Qué hacen el resto de días cuando no van a la escuela? Nada, descansamos, me contó. ¿Y a qué hora se despiertan aquí? A las tres de la mañana cuando cantan los gallos. Casi me muero cuando escuché eso. ¿Tres de la mañana? ¿Y qué hacen a esa hora? Nada, tomamos guayusa y conversamos. Llegamos a la casa y contemplamos el atardecer un rato con algunos niños que estaban por ahí, encontramos una gatita que se llamaba Misi, de Misinga (gato en Achuar). Cayó la noche y La Paz y yo ya queríamos meternos a la carpa a dormir, pero todos los niños nos quedaban viendo, cada paso que dábamos. Nos hicimos un sánduche de atún porque no habíamos comido nada desde la mañana cuando nos esperaron con cacahuates y todo lo demás. Nos cambiamos y nos metimos al sleeping. Yo llevé pastillas para dormir porque me conozco y sé que si no dormía nada, al día siguiente iba a estar más y más cansada. Le ofrecí a la Paz media pastilla y aceptó. Me quedé dormida casi inmediatamente a las ocho de la noche.

La Misinga y yo con la luz de la tarde.
Copataza - Pastaza, Ecuador.
2019
A las dos de la mañana empezaron a cantar los gallos. Empecé a escuchar cómo salían los hombres a conversar donde nosotras habíamos armado la carpa. Soplaban cuernos y escuchaban tecnocumbia en Achuar. Nos gritaban por nuestros nombres, la Paz salió a ver qué pasaba y volvió a entrar. Yo nunca levanté la cabeza.

La Paz, el Pusanga y yo en la lancha en pleno Río Pastaza.
Copataza - Pastaza, Ecuador.
2019
*Lee el Día 2 aquí